Como cada noche se acercaba caminando ya pasadas las doce hasta la “Flor”. Hacía frío, el invierno estaba siendo uno de los más duros de los últimos años. Para ser un lunes del mes de febrero, y a pesar de las horas, en las cercanías de la Plaza de España se podían aún ver algunos rezagados del final del día, un reducido grupo de indigentes acercándose a las puertas del metro para buscar cobijo en una noche heladora, y un goteo incesante de coches transitando por la Gran Vía.
Andaba despacio, sintiendo sus lentos pasos resonar en el silencio de la noche que cubría como un manto la calle Leganitos. Las manos en los bolsillos de su ajado abrigo que le cubría hasta las rodillas su traje de alpaca gris con brillos que cada noche vestía para acudir a la cita con la única familia que había tenido. El cuello del gaban subido hasta rozar sus orejas, y en la cabeza su antiguo sombrero negro de fieltro. Sus zapatos de piel fina de cocodrilo, sin apenas ya tacones y con algún que otro agujero en la suela de ambos por el uso diario desde hacia tanto tiempo no le protegían del frío helador de aquella noche.
Miguel pasó por delante de la puerta cerrada de la comisaría de la Policía Nacional. Por las horas y seguro que más por el frío de aquella noche no había ningún policía apostado de guardia en la entrada, las tristes luces del interior se veían a través de los sucios cristales y a penas un murmullo de voces apagadas traspasaba la frontera con la calle. Continuaba su pausado andar calle abajo ya muy cerca de su destino final. Estaba seguro de quien sería su compañía una noche más. Allí estarían todos, los mismos parroquianos de siempre y el plantel de aquel reducido grupo de mujeres que hacía ya algunos años habían dejado atrás la edad de la frescura juvenil y la lozanía de sus cuerpos.
No le cabía la menor duda, sabía que según entrase por la puerta y bajase los peldaños de la escalera vería en la misma mesa del rincón a Don Orestes, funcionario ya jubilado del Ministerio de Cultura, leyendo un ajado libro sobre la vida y milagros de sabe Dios que héroe de la antigua cultura griega. Con su inseparable vaso ancho de Pilé 43, con un solo hielo, y la pajita con la que sorbo a sorbo iba dando cuenta de su única consumición que estiraba en el tiempo hasta la hora de volver a casa. En la barra, y más pegado que sentado en la banqueta, consumiendo whisky tras whisky, siempre de importación y de calidad variable dependiendo del peculio disponible, estaría Ernesto, único sobrino nieto y heredero universal de un capital ya agotado en su principal hace varias décadas de Don Tomás, antiguo propietario del edifico cuyos bajos ocupaba La Flor de la Pasión. Ernesto cincuentón solitario y amargado, alcohólico convencido, maltratador de una delicada mujer, amor de su niñez y nieta de un íntimo amigo de Don Tomas, que pidió el divorcio harta de recibir paliza tras paliza cada noche desde que él fuera despedido de la inmobiliaria donde trabajaba como agente comercial hace ya más de cinco años, y el alcohol se convirtiese en su única razón para vivir y soportar una existencia plagada de fracasos profesionales. Delgado hasta el extremo, siempre con barba canosa de varios días, de tez amarillenta, pelo engominado con la propia grasa producida por la falta absoluta de un aseo generalizado, de mirada torva, y siempre hiriente con la palabra y en el trato con las chicas de La Flor. También andaría por el local Eugenio, un joven de edad indefinida, más cerca de los treinta a estas alturas de su vida, callado siempre por pura timidez, cliente asiduo desde que conoció una noche de borrachera y de loco desenfreno casi a la hora del cierre a Martita, la última adquisición de Flor como chica de compañía de sus fieles clientes. Eugenio se enamoró perdidamente de aquella ninfa gallega, llegada de una aldea de Ourense huyendo de una vida repleta de hambre, sin sabores y desgracias desde su más tierna infancia. Como Miguel bien sabía, Eugenio le iría a recibir nada más traspasar las cortinas granates de terciopelo, decoradas con manchas de distinto tamaño y solera. Se pegaría a él durante el tiempo necesario hasta que le pagase un cuba libre bien cargado de cualquier ron con el que aguantar la noche y así mantener intacta la ilusión de terminar una velada más compartiendo catre en la pensión con el único amor de su vida. Todos en La Flor sabían que Eugenio frisaba el límite mental que separa a los retrasados del resto de la humanidad, incluso Martita, aún sabiendo de sus limitaciones, actuaba y se relacionaba con él más desde la compasión que desde el ejercicio de la profesión a la que se dedicaba desde muy temprana edad.
Por último y más tarde que él llegaría Jaime “el Barreiros”, camionero de profesión, asiduo las noches de los lunes, jueves y sábados, siempre que llegaba de vuelta a Madrid desde alguno de los destinos donde transportaba los portes que le contrataban desde alguna de las fábricas de componentes para automóviles en los polígonos del extra radio sur de la capital. Hombre soltero, corpulento, rudo en sus ademanes, sin dobleces, generoso con las chicas, fanfarrón con el que le ponía oídos cuando relataba sin perjuicios las odiseas de una vida entera en la carretera, gran bebedor e imposible de agotar en las horas que caminan de forma inexorable hasta al amanecer. Capaz de no dormir y emprender viaje a la mañana siguiente después de devorar pantagruélicos desayunos en cualquier tasca o bar de los polígonos donde aparcaba su viejo Volvo a su llegada a Madrid.
Todos ellos eran la clientela fija, los asiduos compañeros de cada noche, los amigos seguros que nunca faltaban a la cita. De vez en vez entraba algún despistado noctámbulo en busca de una última copa, o de una esporádica compañía para terminar la noche y no despertar a la mañana siguiente en soledad y con las nauseas producidas por el exceso del alcohol consumido.
El resto del grupo lo componían Martita, la última en sumarse, Rosa y Leonor. Estas dos, ya veteranas, habían llegado prácticamente a la vez, poco más de un mes había separado su entrada en La Flor. Llevaban casi diez años formando parte del cuarteto que atendía noche tras noche a la clientela del local, desde la barra, atendiendo las mesas, haciendo compañía a sujetos solitarios, lidiando con borrachos babosos y tocones, despachando a clientes rezagados, y aliviando con actos pagados y a la carrera necesidades de la lívido contenida, en un cuartucho pegado al almacén en el interior del local. Ambas dos guardaban para ellas recuerdos poco confesables, mil arañazos en sus almas y más de una cicatriz en sus cuerpos producidos por amantes y chulos proxenetas que habían intentado vivir a su costa.
Miguel estaba casi en la puerta de La Flor de la Pasión. Una noche más dentro todos esperaban su llegada, una noche más cada uno de ellos confiaba en verle entrar, despacio, despojándose de su sombrero con el mismo pausado movimiento, quitarse el abrigo, dejarlo sobre el mostrador del guardarropa y con el mismo ademán de cada noche estirarse después la chaqueta de su traje, asegurar el nudo de su corbata y encender allí mismo el primer cigarrillo que Julita le ofrecía desde hace ya casi una vida. Todo debería ser igual que cada noche desde hace ya muchos años pero un ruido seco rasgo el silencio de la noche, un pequeño estruendo inundó el callado sonido del silencio. Miguel no atravesaría el umbral de la puerta de La Flor de la Pasión, yacía en el suelo a penas a medio metro de distancia de la que él consideraba su casa, donde le esperaba la que él consideraba su única familia, donde cada noche le esperaba su único amor.
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No le cabía la menor duda, sabía que según entrase por la puerta y bajase los peldaños de la escalera vería en la misma mesa del rincón a Don Orestes, funcionario ya jubilado del Ministerio de Cultura, leyendo un ajado libro sobre la vida y milagros de sabe Dios que héroe de la antigua cultura griega. Con su inseparable vaso ancho de Pilé 43, con un solo hielo, y la pajita con la que sorbo a sorbo iba dando cuenta de su única consumición que estiraba en el tiempo hasta la hora de volver a casa. En la barra, y más pegado que sentado en la banqueta, consumiendo whisky tras whisky, siempre de importación y de calidad variable dependiendo del peculio disponible, estaría Ernesto, único sobrino nieto y heredero universal de un capital ya agotado en su principal hace varias décadas de Don Tomás, antiguo propietario del edifico cuyos bajos ocupaba La Flor de la Pasión. Ernesto cincuentón solitario y amargado, alcohólico convencido, maltratador de una delicada mujer, amor de su niñez y nieta de un íntimo amigo de Don Tomas, que pidió el divorcio harta de recibir paliza tras paliza cada noche desde que él fuera despedido de la inmobiliaria donde trabajaba como agente comercial hace ya más de cinco años, y el alcohol se convirtiese en su única razón para vivir y soportar una existencia plagada de fracasos profesionales. Delgado hasta el extremo, siempre con barba canosa de varios días, de tez amarillenta, pelo engominado con la propia grasa producida por la falta absoluta de un aseo generalizado, de mirada torva, y siempre hiriente con la palabra y en el trato con las chicas de La Flor. También andaría por el local Eugenio, un joven de edad indefinida, más cerca de los treinta a estas alturas de su vida, callado siempre por pura timidez, cliente asiduo desde que conoció una noche de borrachera y de loco desenfreno casi a la hora del cierre a Martita, la última adquisición de Flor como chica de compañía de sus fieles clientes. Eugenio se enamoró perdidamente de aquella ninfa gallega, llegada de una aldea de Ourense huyendo de una vida repleta de hambre, sin sabores y desgracias desde su más tierna infancia. Como Miguel bien sabía, Eugenio le iría a recibir nada más traspasar las cortinas granates de terciopelo, decoradas con manchas de distinto tamaño y solera. Se pegaría a él durante el tiempo necesario hasta que le pagase un cuba libre bien cargado de cualquier ron con el que aguantar la noche y así mantener intacta la ilusión de terminar una velada más compartiendo catre en la pensión con el único amor de su vida. Todos en La Flor sabían que Eugenio frisaba el límite mental que separa a los retrasados del resto de la humanidad, incluso Martita, aún sabiendo de sus limitaciones, actuaba y se relacionaba con él más desde la compasión que desde el ejercicio de la profesión a la que se dedicaba desde muy temprana edad.
Por último y más tarde que él llegaría Jaime “el Barreiros”, camionero de profesión, asiduo las noches de los lunes, jueves y sábados, siempre que llegaba de vuelta a Madrid desde alguno de los destinos donde transportaba los portes que le contrataban desde alguna de las fábricas de componentes para automóviles en los polígonos del extra radio sur de la capital. Hombre soltero, corpulento, rudo en sus ademanes, sin dobleces, generoso con las chicas, fanfarrón con el que le ponía oídos cuando relataba sin perjuicios las odiseas de una vida entera en la carretera, gran bebedor e imposible de agotar en las horas que caminan de forma inexorable hasta al amanecer. Capaz de no dormir y emprender viaje a la mañana siguiente después de devorar pantagruélicos desayunos en cualquier tasca o bar de los polígonos donde aparcaba su viejo Volvo a su llegada a Madrid.
Todos ellos eran la clientela fija, los asiduos compañeros de cada noche, los amigos seguros que nunca faltaban a la cita. De vez en vez entraba algún despistado noctámbulo en busca de una última copa, o de una esporádica compañía para terminar la noche y no despertar a la mañana siguiente en soledad y con las nauseas producidas por el exceso del alcohol consumido.
Pero Miguel sabía que la verdadera razón por la que acudía noche tras noche a aquella cita, la razón por la que después de cenar, asearse, y vestirse con su único traje emprendía su paseo nocturno hasta el número tres de la calle Leganitos, no era otra que acudir a su encuentro con Flor. Mejor dicho con ella y con sus chicas, y también porque no reconocerlo con sus correligionarios devotos todos ellos de aquel bar de la noche donde el amor, la amistad, la camadería compartían a partes iguales con los más bajos instintos y sentimientos las horas hasta un nuevo e irremediable amanecer. Todos ellos eran su familia, y si el grupo variopinto de fijos no tenía desperdicio, ellas no les quedaban atrás. Flor, la dueña del local y alma que fue de la noche de Madrid, regentaba aquel garito desde hacia ya más de veinte años. Miguel la conoció cuando recién llegada al mismo nadie sabe muy bien desde donde, se había convertido en la reina del lugar. De una belleza demoledora, devastadora, sensual en las formas y en los modos, arrebatadora y hechicera había enamorado a medio Madrid noctámbulo de aquella época y engatusado a la otra mitad. Su verdadero nombre era Angustias, pero comprendió a la primera que en aquel lugar nunca haría carrera respetando la voluntad de sus padres a la hora del bautizo y se apropio del gentilicio del local que la haría la más famosa musa de la noche de la capital. En pocos años desde su llegada se hizo con el control absoluto del garito y al cabo de otros pocos le compró la propiedad del mismo al antiguo dueño, un mafioso barriobajero venido a menos por las deudas y el consumo indiscriminado de cocaína en noches de vicio y desenfreno. Flor había sabido manejar el negocio y aunque las nuevas modas habían ido mermando su resplandor y clientela, mantenía todavía hoy los suficientes ingresos como para vivir de la noche y mantener abierto el que había sido el local de referencia en las noches más locas de esta ciudad. Con Flor trabajaba aún Julita, encargada del guardarropa, de edad ya muy avanzada, enjuta, pero igual de pizpireta que cuando tenía a penas veinte años y entró en el local para vender tabaco de importación y extra perlo a lo más granado de la noche. Fiel compañera y amiga que había sabido estar siempre al lado de su jefa, en los mejores y en los peores momentos del negocio, ayudando en todo y siempre con la mejor predisposición y sonrisa. Jamás se casó, jamás se le conoció varón y alguna mala lengua del lugar señalaba como razón que se había enamorado de la Diva nada más verla atravesar la puerta del bar una mañana de otoño hace ya muchos años.
El resto del grupo lo componían Martita, la última en sumarse, Rosa y Leonor. Estas dos, ya veteranas, habían llegado prácticamente a la vez, poco más de un mes había separado su entrada en La Flor. Llevaban casi diez años formando parte del cuarteto que atendía noche tras noche a la clientela del local, desde la barra, atendiendo las mesas, haciendo compañía a sujetos solitarios, lidiando con borrachos babosos y tocones, despachando a clientes rezagados, y aliviando con actos pagados y a la carrera necesidades de la lívido contenida, en un cuartucho pegado al almacén en el interior del local. Ambas dos guardaban para ellas recuerdos poco confesables, mil arañazos en sus almas y más de una cicatriz en sus cuerpos producidos por amantes y chulos proxenetas que habían intentado vivir a su costa.
Miguel estaba casi en la puerta de La Flor de la Pasión. Una noche más dentro todos esperaban su llegada, una noche más cada uno de ellos confiaba en verle entrar, despacio, despojándose de su sombrero con el mismo pausado movimiento, quitarse el abrigo, dejarlo sobre el mostrador del guardarropa y con el mismo ademán de cada noche estirarse después la chaqueta de su traje, asegurar el nudo de su corbata y encender allí mismo el primer cigarrillo que Julita le ofrecía desde hace ya casi una vida. Todo debería ser igual que cada noche desde hace ya muchos años pero un ruido seco rasgo el silencio de la noche, un pequeño estruendo inundó el callado sonido del silencio. Miguel no atravesaría el umbral de la puerta de La Flor de la Pasión, yacía en el suelo a penas a medio metro de distancia de la que él consideraba su casa, donde le esperaba la que él consideraba su única familia, donde cada noche le esperaba su único amor.
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7 comentarios:
Me ha gustado tu relato y espero el porque disparan a Miguel, no nos dejes con el relato manco. Creo que sin pecar en lo grosero, puedo hacerte un par de reflexiones: Al referirte al "Pile 46" y no "Pilé43" como bebida es una licencia literaria para no publicitar marcas, imagino. A lo largo del relato, usas demasiados "local" o sinonimos (garito), y alguno podias haber obviado, es una apreciación.
Me adhiero a la petición de una segunda parte. Muy bonito, de verdad.
Rafa: Tomo nota de tus comentarios, con sinceridad confundí el 43 por el 46, nunca fuí aficionado a esta bebiba y la memoria dió un salto numérico. Por otro lado el uso reiterativo de local y sinónimos lo había hecho consciente para cerrar aún más la acción limitándola a un único escenario, pero creo que me he pasado con el recurso.
Gracias por tus opiniones.
Jorge
Ya tenemos el primer capitulo, espero, de lo que será una novela. Tenemos los personajes, saboreamos el ambiente y un comienzo inmejorable. Enhorabuena.
Si la verdad, el relato puede dar un giro de "flashback" y llegar a tener más de dos entregas.
Hermanito, vas por buen camino. Sigue por favor. Besos
¿Cuando la segunda parte?
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