domingo, 18 de abril de 2010

Ultramarinos.



En estos días estoy leyendo una novela en donde se menciona como un lugar habitual de una época pretérita en una ciudad costera de puerto importante, los “colmados”, tiendas que vendían productos alimenticios de ultramar, productos importados de las Américas, alimentos que abastecían las necesidades de una ciudad en épocas de carestía. De esta referencia, mi memoria me ha encaminado al recuerdo de establecimientos más recientes, los Ultramarinos, las tiendas de barrio, conocidas también como “abarrotes”. Las tiendas de mi niñez, aquellas con un olor especialmente marcado, aquellas donde siempre encontrabas aquello que necesitabas en una urgencia culinaria de última hora, aquellas tiendas donde convivían alimentos frescos vendidos a granel, con comida envasada en latas, escabeches, salazones. Establecimientos muy especiales, de pequeño tamaño, con mostradores de mármol blanco, con aspecto más de pequeños almacenes que de tiendas al uso. Negocios familiares, donde trabajaban al menos un par de generaciones al unísono, tiendas donde te conocían por tu nombre, donde te trataban con familiaridad, conocían de quién eras hijo, y casi sin tener que pedir adivinaban aquello que buscabas, aquello que tu madre había olvidado el día de antes, o esa misma mañana, en la compra de la semana.
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En mi memoria hay aún hoy un recuerdo vivo del “Ultramarinos” cerca de la casa de mis padres. Lo regentaba un simpático manchego con su mujer y un par de ayudantes que fueron desapareciendo según se iba haciendo más pequeño el negocio. El “Paisano”, así se le llamaba en casa porque de esta manera nos llamaba él a todos sus clientes, de una edad indefinida, entonces no mayor que mis padres. Trabajaba desde muy pronto en la mañana hasta bien entrada la tarde, casi la noche, cada día de la semana. Allí encontrábamos de todo: desde café, azúcar, sal, los embutidos, el jamón, el bacalao en salazón que tanto le gustaba a mi padre, pan, leche, legumbres. Siempre tenía algo especial que había traído expresamente para cada uno de nosotros. Siempre nos terminaba vendiendo algo más de lo que necesitabas. Siempre una palabra amable en su boca, un guiño a los más pequeños, una sonrisa cada día, una atención a las señoras, un gesto de complicidad con los pocos hombres que entonces cumplían con la tarea de ayudar en la compra. Era nuestro amigo, conocía parte de tu día a día, se preocupaba por tus estudios, del trabajo de los hombres, de la salud de la familia. Aquel Ultramarinos era algo más que una tienda.
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Lástima que los cambios en nuestras vidas hayan hecho que este tipo de establecimiento fuese desapareciendo poco a poco. Me imagino que aún se podrá encontrar alguno en barrios de grandes ciudades, seguro que en pueblos y pequeñas ciudades todavía quedaran pequeños colmados, pequeñas tiendas que venden los productos de ultramar, tiendas donde al entrar te hacen sentir especial, conocen de tu vida, han conocido a tus padres y conocen a tus hijos. Tiendas donde no eres alguien anónimo, tiendas donde puedes hablar de todo y de nada, donde te sientes como en casa.
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Quizás en mi hay alma de tendero, uno de mis abuelos antes de la guerra tuvo en Madrid una tienda de Ultramarinos, quizás sin saberlo en mis genes hay algo de “paisano” y por esto y por lo que os he contado añoro tanto los colmados. Cosas de la genética sin duda.
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1 comentario:

Juan Manuel Beltrán dijo...

El de mi casa se llamaba Moremar y recuerdo algunas cosas que siempre me han echo añorar ese tipo de establecimientos y que, como tu, también me han llevado a desear reeditarlos.
Siempre me acuerdo de, a saber: la capacidad que tenían los dependientes para dar forma a las pastillas de matequilla con dos paletas. La máquina de cortar el bacalao. Los sacos de legumbres con la parte de arriba enrrollada para poder meter las palas con las que recoger los garbanzos, las judías o las lentejas. La habilidad para hacer una bolsa con una hoja de papel, al igual que un cucurucho. Los barriles de sardinas arenques, prodigio de orden y colocación. Los botes de guindillas en vinagre y los millones de latas que se amontonaban en los anaqueles. La trampilla por la que descendían a los misteriosos sótanos donde todavía había más cosas. El suelo con serrín y, por último, lo más asombroso para mis ojos infantiles: la máquina de rellenar botellas de aceite vendido a granel, con sus vasos de vidrio que se llenaban desde abajo conforme se movía la manivela. ¡Dios! ¡Cómo he querido llenar esos recipientes toda mi vida!
Me imagino que ahora sería imposible que Sanidad y la CEE no cerrara esos establecimientos con uan sentencia ejemplar, pero tenían magia; tenían encanto y colmaban todas nuestras aspiraciones de lujo y abundancia. Si alguien quiere recordar esas imágenes, le recomiendo una de las ilustraciones del libro de LA POSGUERRA CONTADA POR UNA PARTICULAR, ilustrado por Forges, que, al hablar ella de esas tiendas, reproduce esa imagen con una fidelidad asombrosa.
Comprato tu amor por ese recuerdo y me ofrezco como socio de esa tienda de ultrmarinos para ponerme un delantal a rllas verdes y negras y atender a los paisanos.