sábado, 28 de noviembre de 2009

Un paseo hasta la cima



Había llegado al parking del puerto de Cotos unos minutos antes de que dieran las ocho de la mañana. Como cada año, había esperado a los primeros días del nuevo verano para ascender hasta la cima. A diferencia de los últimos años en esta ocasión haría en solitario aquella nueva subida. Se había convertido en una cita obligada. Las últimas veces, desde el primer año que subieron todos juntos para despedir dos vidas que se habían agotado casi a la vez, lo había hecho en compañía de uno de sus hermanos. Todavía acudía a su memoria la subida de aquel día. El dolor que les había acompañado durante todo el camino, el silencio que les recibió en la cumbre solitaria, el viento que mezclo las cenizas de ellos con las lágrimas de todos cuando llego el momento de dejarles para siempre unidos en aquel pico que tantas veces habían ascendido juntos. Desde aquel año no faltaba nunca, era una necesidad, no tanto una obligación. Hacer aquella subida año tras año le permitía sentirse muy cerca de los que allí se habían quedado. El recorrido se hacía siempre prácticamente en silencio, se intercambiaba con su hermano las palabras justas para conocer como iba haciendo mella en cada uno los esfuerzos por hacer cumbre. Se respetaban un mutuo sentimiento lleno de añoranza, lleno de los recuerdos compartidos con los que arriba esperaban sin estar, otro año más. Esta vez iba a ser distinto, él llegaba a la cita anual en solitario.


Salió del coche para cambiar sus zapatillas de deportes por las botas de montaña, nunca conducía con botas, no se sentía cómodo con ellas, y además era una costumbre heredada de su tío, él fue quien le inició en la montaña hacía ya muchos años. Sacó del maletero su macuto, pequeño, con lo justo para sentirse bien durante la caminata, algo más de cuatro horas y media entre subir y bajar. Ya no tenía la fortaleza del pasado, ni la necesidad de demostrarse a si mismo la capacidad de mejorar el tiempo empleado en cada marcha. Cogió también su viejo bastón de montaña, su compañero más fiel durante muchos años. No podía evitar una sonrisa nostálgica, durante un tiempo en el trabajo le habían apodado "El Tío la Vara", seguramente por un carácter que se había agriado con el paso de los años y sin ser él muy consciente de aquel cambio. Había sido una etapa muy especial en su vida y la guardaba en esa parte del alma reservada para sus mejores y más especiales recuerdos.


Llegó el momento de iniciar la caminata, cruzó la carretera desde el parking y empezó a adentrarse en el bosque por el ancho camino que iniciaba la ascensión. Su meta estaba a 2.430 metros de altitud. Sabía que no había prisa por llegar, que tendría que adecuar su paso al ritmo que le obligaban marcar sus ya mal tratados pulmones, muchos años de tabaco a su espalda le hacían caminar con una marcada sensación de ahogo continuado. Caminaba acompañado de un sonoro silencio, la brisa de un suave viento movía las hojas de los árboles, algún que otro pájaro despertaba al día, y por lo demás una soledad absoluta en el frondoso bosque. Dentro de unos minutos empezaría a ser pasado por jóvenes montañeros que, al igual que él, preferían empezar temprano para evitarse después el ir y venir de numerosos grupos de excursionistas que se acercaban hasta la sierra con la intención de pasar un soleado día de campo. Las primeras cuestas siempre habían sido penosas, calentar los músculos de sus piernas, superar las primeras exigencias de un cuerpo anquilosado y ya un tanto avejentado, dominar mentalmente las primeras renuncias al esfuerzo pendiente. Visualizaba el recorrido que también conocía y no podía dejar de sentir una punzada de dolor físico pensando en todo lo que aún quedaba por delante. Primero llegaría al Mirador de la Gitana, un poco más adelante el cobertizo del Depósito, quedarían algunas curvas y muchas rampas hasta llegar al desvío del camino que lleva a la Laguna coronada por el refugio Zabala. Un infierno hasta llegar a las cimas de Dos Hermanas, y desde allí hasta la subida más abrupta para coronar el pico un tramo de descanso. Por último el esfuerzo final hasta alcanzar la meta, Peñalara.


Cuando por fin terminó su calvario, se sentó en una de aquellas rocas, cerró los ojos y dejo que el viento golpeara su cara, sintió como su cuerpo se estremecía por todos y cada uno de los sentimientos que le acompañaban. Estaba más exhausto que ningún otro año. El silencio que le acompañaba era absoluto, de momento no había nadie más junto a él. Los que ya le habían pasado por el camino estarían seguro camino del Risco Claveles para bajar a las Lagunas de los Pájaros y cerrar el recorrido de vuelta por la Laguna del Peñalara. Dejó fluir sus pensamientos, recuperó sus recuerdos más íntimos y personales, y como cada año no pudo evitar un pequeño reguero de lágrimas que brotaban de aquellos ojos ya muy cansados. La imagen de sus dos seres queridos se hicieron muy presentes. Siempre les recordaba de la misma manera, siempre acudían a su mente sonriendo, felices. Tan parecidos en casi todo, en su aspecto físico, en sus ademanes y gestos, en sus ganas de vivir y disfrutar la vida, cada uno a su estilo, en su forma de luchar por lo que se proponían, en su generosidad con todo y con todos. Siempre, cada año, los recordaba con el mismo amor y con el mismo respeto, admiración y orgullo. Así continuó un buen rato, hasta que el silencio se rompió con la llegada de un pequeño grupo que jovialmente celebraban el fin de su trayecto. Saludó a los recién llegados, intercambió con ellos los parabienes típicos de los que se unen por un esfuerzo ya realizado. Se levantó y mirando hacia el norte, atisbando en la lejanía La Granja y un poco más allá Segovia, se despidió con un mudo y doliente hasta el próximo año de su hermano y su tío. Ellos eran el motivo de aquella cita, a ellos iba cada año a rendir aquel pequeño homenaje de esfuerzo y sufrimiento. Por ellos, y por todo lo que cada uno le habían dado en su vida, subía año tras año hasta el pico más alto de nuestra sierra, para compartir no sólo los momentos de soledad en aquel techo, era una compañía con la que caminaba tanto en la subida como en la bajada de vuelta a casa. Sintió una punzada de temor, de desazón, no sabía si sería capaz de cumplir con la próxima cita, su caminar por el sendero de la vida se estaba acercando a su final. Respiró hondo y empezó a descender, con la idea de que él también estaría allí junto a ellos cuando llegara su momento. Formar parte de aquel paraje era su último deseo.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Por qué os tiene que gustar tanto las alturas? No podíamos buscar parajes más llanos. Yo ya aviso: a mi al Mar, pero eso sí, sobre todo por lo de espectáculo dantesco que tiene, llevarme a Barcelona o a Palma a incinerarme que aquí en Ibiza no hay de esas cosas, que no es cuestión que aparezca en alguna red de pesca en pleno proceso de descomposición.
Pero, después de haber quitado un poco de emoción del asunto. Es que hoy necesitaba reírme de todo y nada. Quiero decirte que eres un mamón, porque cada vez consigues expresar mejor, por escrito, algo tan difícil como son los sentimientos. Tu relato, querido hermano, no es un paseo por la montaña para llegar hasta el punto donde nos despedimos de Paco y del tío Ricardo, sino es el vía crucis que bien, andado o imaginado, haces o hacemos de sus ausencias. Besos

Jorge Martínez Beneyto dijo...

Gracias hermano anónimo !!!!
Un poco macabro la imagen tuya enredada en una red. Menudo pesacado !!! Hazme un favor, no te rías sólo por necesidad, hazlo cada día y como tú sabes. Por cierto en la entrada de Navidad hay una invitación que espero que cumplas.Besos.

Anónimo dijo...

Recojo el guante...