viernes, 10 de abril de 2009

Semana Santa, Semana de Pasión.



Antes de empezar con el escrito que hoy quiero compartir, creo que debo hacer un poco de historia de lo que realmente la Semana Santa es en el mundo cristiano. No hablaré de mis creencias personales, pero he sentido desde siempre que cuando llegan estas fechas, además de ser un periodo de vacaciones que todos aprovechamos para descansar y desconectar de todos nuestros quehaceres diarios, nuestro país se transforma, la fe toma la calle, en el más recóndito pueblecito de nuestra geografía se celebran procesiones, salen los pasos de penitencia a las calles, se hacen representaciones vivas de la pasión, se preparan los monumentos en las iglesias, se visitan las estaciones, los oficios, se cantan saetas, truenan los tambores, y todo respira pasión, devoción y fervor religioso.

La Semana Santa es la conmemoración anual en que el calendario cristiano conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret. Da comienzo el Domingo de Ramos y finaliza el Sábado Santo. Va precedida por la Cuaresma, que culmina en la Semana de Pasión y da paso a un nuevo período litúrgico.
La Semana Santa cuenta con celebraciones propias que recuerdan la institución de la eucaristía en el Jueves Santo, la Crucifixión de Jesús y su Muerte el Viernes Santo y su Resurrección en la Vigilia Pascual en la noche del Sábado Santo al Domingo de Resurrección.
A principios del siglo IV había en la cristiandad una gran confusión sobre cuándo había de celebrarse la Pascua cristiana o día de Pascua de Resurrección, con motivo del aniversario de la resurrección de Jesús de Nazaret. Ya en el Concilio de Arlés (en el año 314), se obligó a toda la Cristiandad a celebrar la Pascua el mismo día, y que esta fecha habría de ser fijada por el Papa, que enviaría epístolas a todas las iglesias del orbe con las instrucciones necesarias. Sin embargo, no todas las congregaciones siguieron estos preceptos. Es en el Concilio de Nicea (en el año 325) donde se llega finalmente a una solución para este asunto.
No obstante, siguió habiendo diferencias entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Alejandría, si bien el Concilio de Nicea dio la razón a los alejandrinos, estableciéndose la costumbre de que la fecha de la Pascua se calculaba en Alejandría, que lo comunicaba a Roma, la cual difundía el cálculo al resto de la cristiandad.
Finalmente fue Dionisio el Exiguo (en el año 525) quien desde Roma convenció de las bondades del cálculo alejandrino, unificándose al fin el cálculo de la pascua cristiana.
La Pascua de Resurrección es el domingo inmediatamente posterior a la primera Luna llena tras el equinoccio de primavera, y se debe calcular empleando la Luna llena eclesiástica; sin embargo, ésta casi siempre coincide con la Luna llena astronómica, de modo que para efectos de cálculo es generalmente válido emplear la más tradicional definición astronómica. Por ello puede ser tan temprano como el 22 de marzo, o tan tarde como el 25 de abril.

Ya sabemos el porqué, está bien saber que es lo que realmente celebramos en estos días, pero lo que a mi más me llama la atención es el como. Cierto es que cada cual es muy libre por sus creencias o por la falta de ellas, celebrar o utilizar estos días como Dios les de a entender en el primero de los casos, o simplemente les venga en gana para el segundo. No se trata de juzgar comportamientos ajenos, sólo pretendo compartir mis propias sensaciones y vivencias. Y sin ir más lejos las que ayer experimenté. Creo que como más de un hijo de vecino este año las vacaciones las he pasado en casa. Hacía años que no veía una procesión en Madrid, y como la tarde era buena, y los niños estaban un tanto aburridos de no hacer nada, les propuse el plan de acercarnos a Madrid a ver un par de las que ayer transcurrían por sus calles. Primero y por pura comodidad nos acercamos a ver salir a El Divino Cautivo. Es un paso de penitencia pequeño, sale del colegio Calasancio en la calle General Díaz Porlier, había poca gente, personas del barrio, antiguos alumnos y algún que otro turista que en la zona se encontraban cuando arrancó la procesión. Después fuimos raudos a la salida del paso de María Santísima del Dulce Nombre de la iglesia de San Pedro. Aquí la cosa cambio, muchedumbre agolpada en la calle del Nuncio y todos los alrededores. Fervientes creyentes, vecinos, turistas, paseantes, gente que había ido desde otros barrios, desde otras localidades, y me imagino que como tradición acuden año tras año, arrebataban la calle, la Cava Baja, Puerta Cerrada, la Plaza del Humilladero y cada uno de los rincones por donde trascurriría el cortejo. En la misma salida de la Virgen escuchamos la primera saeta, otra después y hasta una tercera en unos pocos metros que seguimos el paso. El Madrid de los Austria era una fiesta, los bares llenos, las terrazas sin una sola mesa libre, el Café del Nuncio, El Café de la Villa, el de los Monaguillos, todos de bote en bote, no había un hueco.

Aquel jolgorio manifestado de forma espontánea, natural, aquellas ganas de divertirse, de disfrutar, me dio que pensar de vuelta a casa. Da igual Madrid, que la “Madrugá” en Sevilla, Cádiz, Bilbao, Gerona, Valladolid o Palencia. Está claro, nos va la fiesta, es lo mismo Semana Santa, que la Feria de Abril, San Fermines, que Moros y Cristianos. Somos un pueblo que vivimos la calle, que nos ponemos la vida por montera, que a la primera de cambio nos buscamos un motivo para deleitarnos, disfrutar y reír. Me gusta mi gente, me gusta sentirme parte de un pueblo que hace de sus ganas de vivir su bandera. Me gusta sentir que los pelos de mis brazos se erizan al escuchar una saeta, me gusta sentir un pinchazo de felicidad oyendo un aplauso cerrado al ver una salida de un paso por un portón imposible, un aplauso que reconoce el sufrimiento y el esfuerzo de un puñado de costaleros, casi en cuclillas para hacer posible lo que a todas luces parece un milagro. Me gusta, me encanta ver las calles llenas de gente que respiran felicidad, ganas de vivir.

Sé que poco o nada tiene que ver todo esto con la Pasión, sé que todo ello poco tiene que ver con la muerte y resurrección de Cristo. Sé que el ferviente cristiano vive esta semana con otro sentido, pero realmente lo que yo ayer sentí, lo que yo ayer viví fue un inmenso contagio del virus de la felicidad, de la ilusión, de la diversión. Sinceramente disfruté junto a mis hijos de una tarde irrepetible, para ellos fue una nueva experiencia, algo no vivido anteriormente, para mi fue reencontrarme con la alegría de la calle, con un barrio de Madrid al que en mi pasado mozo le dediqué mucho tiempo, pero lo mejor de todo fue descubrir que todavía hoy cualquier expresión popular, sea de la índole que sea, congrega a un pueblo en la calle con la única razón del disfrute, de la algarabía, de la felicidad de sentir que la vida siempre merece la pena de ser vivida.

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