El pasado viernes tuve que dar una ponencia en un curso sobre comercialización de medios de comunicación que organiza Unidad Editorial. Son esos compromisos que uno adquiere de forma voluntaria y siempre con la perspectiva temporal en la lejanía cuando te solicitan la participación. Unos días antes fui consciente de la fecha y la hora en la que estaba programada mi colaboración. No dude en enviar un email a la organización haciéndoles ver lo inoportuno del día y más aún de la hora, entre las 20,00 y las 21,00 h. Realmente corríamos un riesgo muy elevado que el viernes de Dolores, preámbulo de las vacaciones de Semana Santa en el horario previsto, la asistencia de los inscritos en el seminario fuera de una o ninguna persona. La respuesta que obtuve por parte de los organizadores es que la asistencia estaba asegurada, no tanto por el interés verdadero de mi presentación, como por el hecho de que parte del aforo son empleados de la propia compañía, otra parte empleados de los patrocinadores del evento, y una muy reducida parte algún que otro despistado que por allí andaban. Dicho esto y con la respuesta por escrito no me quedo más remedio que cumplir mi compromiso.
Sucedió que el mismo viernes y ante la posibilidad de quedarme más que colgado alrededor de cuatro o cinco horas, lapsus de tiempo que transcurriría entre mi salida de la oficina y la hora de inicio del evento, decidí intentar liar a alguno de mis amigos, más allegados conocidos, colaboradores y si me apuráis hasta el portero de la oficina, para compartir una amigable comida, previo pago por mi parte naturalmente, y rellenar así de una manera amena y divertida el tiempo de espera. Iluso de mí, viernes de Dolores, mariquita el último, y si salgo a las 14,00, mejor que a las 15,00h. Después de varias intentonas fallidas decidí desistir y asumir sin más que sólo de mí dependía como ocupase aquel tiempo libre entre una obligación y una devoción para mi espíritu y mi ego. No quise insistir más allá de tres o cuatro llamadas para no comprobar con toda la crudeza que entre el “nosotros” y el “tú”, gana el “yo” más egoísta. A fuer de ser sincero, seguramente si “yo” hubiese sido parte de “ellos” el resultado hubiese sido idéntico. Por lo tanto y más sólo que la una, más allá de las 15,30 h decidí tomar un "tente en píe" que me permitiese aguantar hasta la hora de mi ponencia, y utilizar el resto de mi tiempo a repasar una vez más aquello que con tanta ilusión iba a contar después a un grupo de colegas más o menos motivados.
Recordé que cerca de mi oficina un afamado restaurador tiene uno de sus locales donde el pincho de tortilla tiene fama de exquisito. Por tanto decidí emplear parte de mi tiempo en darme un pequeño paseo hasta el restaurante y saborear tal maravilla sin mayor presión, ni prisa, y con suficiente tranquilidad para incluso ojear mientras comía uno de los periódicos del día. En ello estaba, cuando sin darme cuenta mi atención empezó a girar hacía una conversación que dos ejecutivos, más o menos agresivos, más o menos beodos, mantenían a mi lado. Fue realmente un acto reflejo, ausente de cualquier curiosidad mal sana, simplemente como fruto del propio aburrimiento, mi atención se fue centrando en lo que aparentemente parecía una conversación muy transcendental. Aquellos dos jóvenes, frisaban los treinta, muy trajeados, con corbatas de marca, repeinados y todo hay que decirlo, híper educados, manejaban una conversación entre lo humano y lo divino, una conversación sobre el bien y el mal, sobre la tiranía del dinero, las cosas materiales y en contra posición la vida espiritual. Una conversación plagada de coletillas típicas de la jerga del mundo al cual pertenecen, una conversación en cualquier caso medida, sin grandes aspavientos, en un tono más que respetuoso, y carente de salidas de tono, ni expresiones soeces ni sobre actuaciones. Me dí cuenta que lo que más me llamó la atención eran las formas utilizadas para tratar tan profundo fondo. En ello estaba cuando decidieron terminar su última cerveza, pagar la cuenta y salir del local. Mi sorpresa fue mayúscula cuando el camarero una vez cobradas las consumiciones y retirada su bien ganada propina, comentó para el resto de parroquianos que en la barra estábamos: “ahí van los dos, tan pinchos, y les he servido entre doce y quince cervezas por cabeza”. Me quedé boquiabierto y un poco bloqueado. No escandalizado, a partir de ciertas edades quién no se ha pasado en más de una ocasión de la raya chateando con un buen amigo. Lo que realmente me sorprendió es la capacidad que tenemos los hombres como especie, da igual el género masculino o femenino, para abstraernos de la realidad, para generar un mundo a parte, para sacar de dentro pensamientos íntimos en momentos donde nuestra capacidad de raciocinio se ve al menos un tanto mermada por los efectos del alcohol. Viernes 15,30 h, antesala de unas vacaciones, o cuanto menos el inicio de un fin de semana, en su estado imposible a todas luces para volver a trabajar, y aquellos dos ejecutivos agresivos de la zona centro, llevaban cuanto menos una hora u hora y media gastando saliva, dinero y tiempo, en una borrachera que les llevo a terminar hablando muy educádamente de la frontera entre lo material y lo espiritual.
Pagué y salí yo también de vuelta a la oficina. Mientras que deshacía el camino para volver no dejé de darle vueltas a la cabeza. Mi estupor seguía presente e intentaba crear un racional que me ayudara a entender lo que había visto. Insisto, no me escandalizó, no me parece mal tomar cervezas, chatear unos vinos, beber más de la cuenta nos ha ocurrido a muchos en más de una ocasión. Lo que me seguía llamando la atención, lo que todavía ahora me llama la atención fue la estética de la situación. Quizás el día, el momento, y la sensación de que yo mismo estaba rellenando un tiempo mal aprovechado, me hicieron pensar en lo absurdo de lo que presencié. Creo que lo que se espera del estereotipo de un borracho, es que sea faltón, grosero, incluso en ocasiones molesto por pesado y pendenciero. Pero he de reconocer que los dos “yuppies” fuera de contexto, transcendentes y borrachos rompieron dentro de mi algún esquema o estereotipo que todavía no he sido capaz de recomponer.
Sucedió que el mismo viernes y ante la posibilidad de quedarme más que colgado alrededor de cuatro o cinco horas, lapsus de tiempo que transcurriría entre mi salida de la oficina y la hora de inicio del evento, decidí intentar liar a alguno de mis amigos, más allegados conocidos, colaboradores y si me apuráis hasta el portero de la oficina, para compartir una amigable comida, previo pago por mi parte naturalmente, y rellenar así de una manera amena y divertida el tiempo de espera. Iluso de mí, viernes de Dolores, mariquita el último, y si salgo a las 14,00, mejor que a las 15,00h. Después de varias intentonas fallidas decidí desistir y asumir sin más que sólo de mí dependía como ocupase aquel tiempo libre entre una obligación y una devoción para mi espíritu y mi ego. No quise insistir más allá de tres o cuatro llamadas para no comprobar con toda la crudeza que entre el “nosotros” y el “tú”, gana el “yo” más egoísta. A fuer de ser sincero, seguramente si “yo” hubiese sido parte de “ellos” el resultado hubiese sido idéntico. Por lo tanto y más sólo que la una, más allá de las 15,30 h decidí tomar un "tente en píe" que me permitiese aguantar hasta la hora de mi ponencia, y utilizar el resto de mi tiempo a repasar una vez más aquello que con tanta ilusión iba a contar después a un grupo de colegas más o menos motivados.
Recordé que cerca de mi oficina un afamado restaurador tiene uno de sus locales donde el pincho de tortilla tiene fama de exquisito. Por tanto decidí emplear parte de mi tiempo en darme un pequeño paseo hasta el restaurante y saborear tal maravilla sin mayor presión, ni prisa, y con suficiente tranquilidad para incluso ojear mientras comía uno de los periódicos del día. En ello estaba, cuando sin darme cuenta mi atención empezó a girar hacía una conversación que dos ejecutivos, más o menos agresivos, más o menos beodos, mantenían a mi lado. Fue realmente un acto reflejo, ausente de cualquier curiosidad mal sana, simplemente como fruto del propio aburrimiento, mi atención se fue centrando en lo que aparentemente parecía una conversación muy transcendental. Aquellos dos jóvenes, frisaban los treinta, muy trajeados, con corbatas de marca, repeinados y todo hay que decirlo, híper educados, manejaban una conversación entre lo humano y lo divino, una conversación sobre el bien y el mal, sobre la tiranía del dinero, las cosas materiales y en contra posición la vida espiritual. Una conversación plagada de coletillas típicas de la jerga del mundo al cual pertenecen, una conversación en cualquier caso medida, sin grandes aspavientos, en un tono más que respetuoso, y carente de salidas de tono, ni expresiones soeces ni sobre actuaciones. Me dí cuenta que lo que más me llamó la atención eran las formas utilizadas para tratar tan profundo fondo. En ello estaba cuando decidieron terminar su última cerveza, pagar la cuenta y salir del local. Mi sorpresa fue mayúscula cuando el camarero una vez cobradas las consumiciones y retirada su bien ganada propina, comentó para el resto de parroquianos que en la barra estábamos: “ahí van los dos, tan pinchos, y les he servido entre doce y quince cervezas por cabeza”. Me quedé boquiabierto y un poco bloqueado. No escandalizado, a partir de ciertas edades quién no se ha pasado en más de una ocasión de la raya chateando con un buen amigo. Lo que realmente me sorprendió es la capacidad que tenemos los hombres como especie, da igual el género masculino o femenino, para abstraernos de la realidad, para generar un mundo a parte, para sacar de dentro pensamientos íntimos en momentos donde nuestra capacidad de raciocinio se ve al menos un tanto mermada por los efectos del alcohol. Viernes 15,30 h, antesala de unas vacaciones, o cuanto menos el inicio de un fin de semana, en su estado imposible a todas luces para volver a trabajar, y aquellos dos ejecutivos agresivos de la zona centro, llevaban cuanto menos una hora u hora y media gastando saliva, dinero y tiempo, en una borrachera que les llevo a terminar hablando muy educádamente de la frontera entre lo material y lo espiritual.
Pagué y salí yo también de vuelta a la oficina. Mientras que deshacía el camino para volver no dejé de darle vueltas a la cabeza. Mi estupor seguía presente e intentaba crear un racional que me ayudara a entender lo que había visto. Insisto, no me escandalizó, no me parece mal tomar cervezas, chatear unos vinos, beber más de la cuenta nos ha ocurrido a muchos en más de una ocasión. Lo que me seguía llamando la atención, lo que todavía ahora me llama la atención fue la estética de la situación. Quizás el día, el momento, y la sensación de que yo mismo estaba rellenando un tiempo mal aprovechado, me hicieron pensar en lo absurdo de lo que presencié. Creo que lo que se espera del estereotipo de un borracho, es que sea faltón, grosero, incluso en ocasiones molesto por pesado y pendenciero. Pero he de reconocer que los dos “yuppies” fuera de contexto, transcendentes y borrachos rompieron dentro de mi algún esquema o estereotipo que todavía no he sido capaz de recomponer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario