sábado, 28 de septiembre de 2013

Enseña a tus hijos a ser felices, no ricos. Cuando crezcan van a entender el valor de las cosas... no el precio.



De nuevo fusilo una frase de las infinitas que te encuentras a diario y que se sin quererlo las haces tuyas. Frases simples, fáciles de recordar, impactantes en su mensaje, y casi siempre bien intencionadas. Frases que te hacen pensar, reflexionar, cuestionar lo obvio, frases morales y de calado ético e incluso estético.
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Últimamente reproduzco entradas cargadas de moralinas. No es que me crea con la altura de miras suficiente o la catadura moral para dar consejos a nadie, y menos generar con mis comentarios una corriente de opinión pretenciosa y cargada con la razón y la verdad absoluta.
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Quizás lo que me esté ocurriendo es que marco una mayor distancia con la vida, que siento que soy menos protagonista de la misma, que puedo elegir un papel de segundón y por tanto ser un escéptico observador de todo aquello que me rodea. Posiblemente estoy en ese periodo de mi propia existencia lejano ya de la necesidad de imponer mis criterios, ideas y opiniones, e inicio la fase del crítico espectador de una realidad que poco o nada tiene que ver con el ideal que siempre he añorado y que con el paso de los años se ha ido haciendo añicos rompiéndose en mil y un pedazos.
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En cualquier caso y por no dispersar el tiro, cuanta verdad recogen las palabras que construyen el título de hoy. Que cierto es y qué pena da, que pocos sabemos entender hoy el real valor de las cosas. Y que verdad es también que tenemos la responsabilidad como padres, o simplemente como adultos, de enseñar a nuestros hijos el verdadero valor de las cosas.
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Nadie dice que sea fácil, que exista la varita mágica o la ciencia infusa para lograrlo sin esfuerzo. No nos engañemos, tampoco somos perfectos como seres humanos y es más fácil errar en el camino, que acertar en el intento. Pero seguro que si ponemos todo nuestro empeño en la tarea al final lo lograremos.
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En principio partimos con ventaja. La primara aspiración de los padres es que sus vástagos sean felices siempre, todos y cada uno de sus días. Y la felicidad no se compra, se hace. La felicidad se consigue con esmero, con cariño, con amor, con ilusión, con comprensión, generosidad, se alcanza dando lo mejor de cada uno de nosotros y sin pedir mucho a cambio. Ser feliz poco tiene que ver con lo material, cierto es que las personas necesitamos unos mínimos que nos reconforten y nos ofrezcan ciertas seguridades, pero ser feliz de verdad tiene mucho más que ver con: un beso, una sonrisa, un abrazo, una caricia, unas palabras de amor, un guiño, una mirada, una ilusión, la felicidad real poco o nada tiene que ver con la riqueza.
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No soy un Quijote, no pretendo serlo ni quiero negar tampoco que en la vida, en mi propia vida, la lucha por mejorar y conseguir las cosas que hoy tengo y comparto con mis seres queridos sean despreciables o perniciosas para mí y los míos. No soy rico y sé que nunca lo seré, pero no me importa, ni aspiro a ello, ni es el objetivo que anhelo conseguir. Valoro y mucho lo poco que tengo, intento que mis hijos así lo vean y lo sientan, espero que entiendan que aquello que uno puede alcanzar lo ha de hacer con esfuerzo, desde la honradez, desde el compromiso con los demás, pero siempre valorando cada paso, cada hito, cada meta conseguida.
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No estoy nunca convencido de que lo esté haciendo bien, de que lo vaya a conseguir. Tengo infinitas dudas cada día de que aquello que quiero transmitir lo reciban y perciban de la manera correcta, que sea yo capaz de trasladar el valor real de las cosas importantes y de diferenciar éstas de todo lo superfluo que la vida ofrece. Mi mayor preocupación es si realmente soy capaz de hacerles felices y enseñarles que nunca renuncien a serlo, la vida es infinitamente mejor si uno consigue cada día ser un poco más feliz y además comparte con los demás una porción enorme de su felicidad.
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sábado, 21 de septiembre de 2013

Ser bueno no es sinónimo de ser idiota.




Esta semana un amigo me envió un Whatsapp con la siguiente frase: “Ser bueno no es sinónimo de ser idiota. Ser bueno es una virtud que algunos idiotas no entienden”. Yo diría incluso que no sólo algunos, sino que es común denominador de la mayoría de ellos.
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Me quedé un poco parado. No tenía muy claro si mi amigo me llamaba idiota de una forma muy elegante a la vez de contundente, o muy al contrario quería reafirmar mi forma de ser ante algún comentario malicioso de alguna tercera persona sobre mí. O simplemente envió una frase de las tantas que se intercambian hoy en día a través de los dispositivos móviles. Aún hoy no lo sé, espero ver a mi amigo en breve y aclarar mis dudas.
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Sea como sea, sea yo un idiota o no a los ojos de mi amigo, creo que hay mucho de verdad escondido en el significado de la frase de marras.
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Para empezar diría que hay pocos buenos e infinidad de idiotas en este nuestro mundo. No sabría calcular la proporción, pero por cada persona buena que te puedes encontrar en tu vida tropiezas con una multitud de idiotas. Estamos hartos de escuchar el comentario de lo idiota que puede ser alguien porque carece de maldad en sus actos, dichos o pensamientos. Son señalados por falta de carácter, porque aparentemente siempre son los primeros en ceder, en complacer, en evitar los conflictos, en perdonar las ofensas ajenas, y si me permitís son el foco y la diana de todos los idiotas que le rodean en sus bromas de mal gusto, chanzas y demás acciones degradantes, es el bicho expiatorio de las frustraciones de todos los que le rodean.
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Hoy en día es fácil abusar del bueno, de confundir la bondad con la estupidez. Nuestra sociedad nos ha hecho bastante peores de lo que nos pensamos. Abusamos de los que por falta de maldad los sentimos inferiores en muchos aspectos de la vida. Incluso muchos de los idiotas buscan de manera incesante una buena persona para que estando a su lado les permita resaltar sus falsas virtudes, capacidades y éxitos.
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Normalmente una buena persona tiene la virtud añadida de una paciencia ilimitada, de una capacidad infinita de perdonar, de ceder el protagonismo a todos los que le rodean, de actuar en un segundo plano y reconfortarse con las alegrías de los demás. Una buena persona es un lujo que raramente sabemos valorar cuando lo tenemos cerca, cuando tienes el privilegio de contar con su amistad, de su lealtad. Una buena persona es un bien escaso, una rara avis, una especie en peligro de extinción.
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No sé si yo mismo soy una buena persona y por tanto de forma ineludible un idiota a los ojos de muchos. No lo sé y no me importa. No sé si al contrario yo soy el idiota que confunde la bondad de los demás con la estupidez. Quizás prefiera pertenecer al primer estereotipo, estoy convencido que son infinitamente más felices aquellos que hacen el bien sin importarles su reputación, los que por la vida pasan regalando a los demás lo mejor de si mismos, los que por idiotas pasan a los ojos de los verdaderos necios y estúpidos.
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Si ser muy buena gente es ser un idiota no me importaría que en mi epitafio alguien pusiese: “Aquí yace un idiota, uno de los grandes, vivió convencido de su propia idiotez hasta el día que murió”.
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domingo, 1 de septiembre de 2013

La verdad es que....



Estoy convencido que Don Fernando Lázaro Carreter se está removiendo en su tumba desde hace ya mucho tiempo, y especialmente en los últimos años. El que fuera director de la Real Academia de la Lengua española, doctor en filología románica, doctor honoris causa por seis universidades españolas, profesor asociado en La Sorbona y escritor de una extensa producción de libros y artículos, se volvería a morir seguro de un ataque al corazón o embolia cerebral comprobando el mal uso que hacemos los españoles de nuestro rica lengua.
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Llevo tiempo pensando en escribir esta entrada, y aún a riesgo de ser un petulante, o lo que es peor dejar una vez más una muestra pública de mi pueril uso del castellano, de todas las incorrecciones que soy capaz de cometer cuando intento contar con la palabra escrita mis devaneos con el mundo quimérico de las ideas, me atrevo hoy a sumarme a todos aquellos que critican abiertamente el mal uso que hacemos los españoles de nuestro lenguaje y extenso vocabulario.
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Más sinceramente lo que pretendo es vilipendiar públicamente a todos aquellos que día tras día, en cualquier momento u ocasión, utilizan de manera reiterada la coletilla que encabeza esta entrada de hoy.  No lo soporto, no puedo con ello, me puede y cada vez que la escucho en boca de cualquier personaje público, en cualquier medio de comunicación, la cólera me domina y siento dentro de mí una incontrolable reacción de ira.
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No parece que sean conscientes del daño que hacen a nuestra lengua cuando de forma adictiva incorporan a sus conversaciones, declaraciones, discursos, este tipo de muletillas lingüísticas que nada aporta y nada suma al valor de lo que cuentan, o dicen en cada momento. No es necesario reafirmar que aquello que contamos es cierto, no explica nada adicional a lo que ya referimos, ya damos por hecho que en sus palabras encontramos esa verdad que el interlocutor quiere trasladarnos. Nuestro lenguaje nos ofrece muchas alternativas distintas y suficientes para comunicarnos con la claridad suficiente y la limpieza necesaria para no macular nuestra comunicación con estas muletillas o coletillas que lo único que consiguen es empobrecer nuestro discurso y cuestionar nuestras capacidades en tareas de comunicación.
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Lo peor de todo es que no son conscientes del mal uso que realizan de esta expresión, muy al contrario creen que este uso les otorga una dignidad y una calidad en el verbo que ya quisieran para ellos sus congéneres. Seguro que íntimamente se aplauden de lo bien que se expresan y lo mucho que han mejorado en sus parlamentos.
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Fijaros si todavía no habéis descubierto lo que os cuento, escuchar detenidamente, y comprobaréis por vosotros mismos lo expandida que está la coletilla a la que me refiero. En cualquier ámbito de vuestras vidas la vais a escuchar hasta la saciedad, da igual que sea: entre compañeros de trabajo, entre vuestras amistades, en las declaraciones de deportistas, algún que otro sesudo tertuliano, comunicadores, políticos, periodistas, e incluso nosotros mismos. Y cuando esto ocurre, cuando uno mismo al expresarse descubre que ha incorporado a sus diálogos la nociva coletilla el mal es grande, grave y de difícil solución.
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El uso se ha masificado. Igual da utilizarla a modo de entradilla, como nexo de unión entre una y otra frase, como respuesta a una pregunta cerrada, como exclamación, aclaración, negación, cualquier momento y oportunidad es buena para incluirla. Ciertamente es una lástima que tan mal uso de nuestro lenguaje se adueñe de todos nosotros y que no seamos capaces de erradicarlo.
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Necesitaba este pequeño desahogo, la verdad es que hoy he escuchado en infinidad de ocasiones la pérfida muletilla. ( Perdón, que tontería, y ahora que digo?)
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Sólo un par de últimos consejos: para evitar el linchamiento de nuestra lengua, leamos más, mucho más, e intentemos escribir algo de vez en cuando, no pasa nada por hacerlo, ya veis que hasta el más de los incapaces, y ese soy yo, de vez en vez realizamos el esfuerzo de juntar palabras, y tengamos muy presente siempre diccionarios de nuestra lengua y libros como el de Don Fernando Lázaro Carreter, “El dardo en la palabra” que nos ayudarán seguro a hablar mejor y cuidar mucho más nuestra comunicación.
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