De nuevo fusilo una frase de las infinitas que te encuentras a diario y que se sin quererlo las haces tuyas. Frases simples, fáciles de recordar, impactantes en su mensaje, y casi siempre bien intencionadas. Frases que te hacen pensar, reflexionar, cuestionar lo obvio, frases morales y de calado ético e incluso estético.
Últimamente
reproduzco entradas cargadas de moralinas. No es que me crea con la altura de
miras suficiente o la catadura moral para dar consejos a nadie, y menos generar
con mis comentarios una corriente de opinión pretenciosa y cargada con la razón
y la verdad absoluta.
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Quizás
lo que me esté ocurriendo es que marco una mayor distancia con la vida, que
siento que soy menos protagonista de la misma, que puedo elegir un papel de
segundón y por tanto ser un escéptico observador de todo aquello que me rodea.
Posiblemente estoy en ese periodo de mi propia existencia lejano ya de la
necesidad de imponer mis criterios, ideas y opiniones, e inicio la fase del
crítico espectador de una realidad que poco o nada tiene que ver con el ideal
que siempre he añorado y que con el paso de los años se ha ido haciendo añicos
rompiéndose en mil y un pedazos.
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En
cualquier caso y por no dispersar el tiro, cuanta verdad recogen las palabras
que construyen el título de hoy. Que cierto es y qué pena da, que pocos sabemos
entender hoy el real valor de las cosas. Y que verdad es también que tenemos la
responsabilidad como padres, o simplemente como adultos, de enseñar a nuestros
hijos el verdadero valor de las cosas.
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Nadie
dice que sea fácil, que exista la varita mágica o la ciencia infusa para
lograrlo sin esfuerzo. No nos engañemos, tampoco somos perfectos como seres
humanos y es más fácil errar en el camino, que acertar en el intento. Pero
seguro que si ponemos todo nuestro empeño en la tarea al final lo lograremos.
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En
principio partimos con ventaja. La primara aspiración de los padres es que sus
vástagos sean felices siempre, todos y cada uno de sus días. Y la felicidad no
se compra, se hace. La felicidad se consigue con esmero, con cariño, con amor,
con ilusión, con comprensión, generosidad, se alcanza dando lo mejor de cada
uno de nosotros y sin pedir mucho a cambio. Ser feliz poco tiene que ver con lo
material, cierto es que las personas necesitamos unos mínimos que nos
reconforten y nos ofrezcan ciertas seguridades, pero ser feliz de verdad tiene
mucho más que ver con: un beso, una sonrisa, un abrazo, una caricia, unas
palabras de amor, un guiño, una mirada, una ilusión, la felicidad real poco o
nada tiene que ver con la riqueza.
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No
soy un Quijote, no pretendo serlo ni quiero negar tampoco que en la vida, en mi
propia vida, la lucha por mejorar y conseguir las cosas que hoy tengo y
comparto con mis seres queridos sean despreciables o perniciosas para mí y los
míos. No soy rico y sé que nunca lo seré, pero no me importa, ni aspiro a ello,
ni es el objetivo que anhelo conseguir. Valoro y mucho lo poco que tengo,
intento que mis hijos así lo vean y lo sientan, espero que entiendan que
aquello que uno puede alcanzar lo ha de hacer con esfuerzo, desde la honradez,
desde el compromiso con los demás, pero siempre valorando cada paso, cada hito,
cada meta conseguida.
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No
estoy nunca convencido de que lo esté haciendo bien, de que lo vaya a
conseguir. Tengo infinitas dudas cada día de que aquello que quiero transmitir
lo reciban y perciban de la manera correcta, que sea yo capaz de trasladar el
valor real de las cosas importantes y de diferenciar éstas de todo lo superfluo
que la vida ofrece. Mi mayor preocupación es si realmente soy capaz de hacerles
felices y enseñarles que nunca renuncien a serlo, la vida es infinitamente
mejor si uno consigue cada día ser un poco más feliz y además comparte con los
demás una porción enorme de su felicidad.
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