Esta mañana, como la mayoría de los domingos del año, he salido de casa muy temprano. Había quedado con mi amigo de paseos y caminatas por la sierra de Madrid para acercarnos al puerto de Navacerrada y subir hasta el pico de la Maliciosa.
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Hemos quedado a las ocho, con la intención de estar en el puerto no más tarde de y media y así empezar nuestra marcha de buena mañana, como a nosotros nos gusta. Según avanzábamos puerto arriba y a pesar de que la mañana se adivinaba soleada hemos comprobado que la temperatura descendía y un fuerte viento soplaba arrastrando las nubes a gran velocidad.
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Como aguerridos montañeros nos hemos preparado nada más bajarnos del coche, y a pesar de las bajas temperaturas, cuatro grados bajo cero, nos hemos cargado las mochilas a la espalda, ajustado los bastones y hemos iniciado el camino que primero nos debe llevar a la Bola del Mundo. No habíamos dado más de treinta pasos y ya no sentíamos los dedos de las manos, las orejas eran de cristal y el frío se había adentrado en nosotros a pesar de los forros polares y demás ropas de abrigo. El viento soplaba haciendo verdadero daño en la cara, y la sensación térmica podría ser de diez o doce grados por debajo de cero.
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Cual damiselas de salón de té, nos hemos parado, una mirada ha sido suficiente para entendernos, y con un único pensamiento por parte de ambos (que le den ¡!!) hemos dado media vuelta y sin dignidad alguna hemos desecho los pocos pasos dados hasta la cima. La cosa pintaba bastos y nuestros cuerpos no estaban preparados para sufrir tal gélido ambiente.
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Con el afán de recuperar una temperatura corporal que en escasos minutos nos había abandonado como el desodorante de los anuncios, hemos entrado en la única venta del puerto abierta a esas horas. Hemos dudado unos segundos entre un café con leche calentito que nos devolviera el tono vital perdido en la intentona o un carajillo de toda la vida, que en situaciones como esta obra milagros. No había color, el carajillo era el elixir necesario para recuperar el aliento perdido.
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Y de repente, zas ¡ Un golpe de nostalgia aparece ante nuestros ojos. Una botella de Terry, el coñac centenario que había desaparecido de nuestras vidas hace infinidad de años. Ante nuestra sorpresa y el comentario, la afable camarera nos deja aún más perplejos, el afamado coñac de los años setenta se pide y mucho en estos lares. Que lejos nos hemos sentido de una realidad tan cercana y distante a la vez de nuestras vidas.
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No es que yo desayune cada mañana un carajillo, si he de ser sincero habré recurrido a él unas contadas veces en mi vida, pero si mi memoria no me falla la última vez que ingerí uno en algún campestre madrugón invernal fue Magno el coñac que completó el café sólo de aquella ocasión.
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Algunas veces la vida te brinda estas oportunidades. A través de una casualidad recuerdas cosas y productos que cuando niños formaban parte de ti, y no es que a esa edad yo le diera al coñac como complemento alimenticio, eran los anuncios de tu niñez, productos y marcas que reconocías a cada instante y que con el paso de los años piensas que han desaparecido.
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Ahí estaba Terry, hoy una medicina vital para volver a sentir un cuerpo entumecido por el frío, ayer el coñac que te va, el coñac del caballo blanco y la amazona que se asomaba a través de las pantallas de televisión a cualquier hora del día, un coñac para hombres.
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1 comentario:
Doy fe, en calidad de coprotagonista, de cada paabra escrita. Joder que frío hacía y que bien ha sentado en caramillo. Terry me vá!!!
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