domingo, 9 de septiembre de 2012

La lucha que nunca termina.




No es una reflexión mía. Le he pisado la sotana a mi amigo y compañero de paseos matutinos los domingos por la sierra de Madrid. Un poco mayor que yo y muy duro de pelar. Físicamente en un muy buen tono y mejor estado, que me revienta en más de una subida a los picos de nuestro nuevo parque natural de Guadarrama.
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En uno de estos paseos compartiendo reflexiones me hizo un comentario sobre la pelea que cada día tiene consigo mismo y con los demás. A partir de ciertas edades, yo friso los cincuenta, uno en la vida se pelea doblemente. Nos demostramos cada día que nuestras capacidades, aun mermadas por el paso del tiempo, son suficientes para dar batalla a cualquiera que se nos cruce en el camino, y que además es bueno mantener un nivel de exigencia con uno mismo para demostrarnos que podemos llegar más allá y que dejar acomodarse a nuestro cuerpo y a nuestra mente es un error de libro, que la lucha continua y que al final, siendo conscientes de nuestros alcances, un alto nivel de esfuerzo supera con creces cualquier meta y perspectiva impuesta en nuestra vida. No puedo estar más de acuerdo en el doble planteamiento.
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Siempre había pensado que a partir de cierta edad, con una experiencia profesional ya acumulada, con el respeto de las canas incipientes todavía, con los conocimientos ya acumulados, con muchas vivencias en la mochila, me permitiría llegar a un estar en mi vida profesional más cómodo, menos exigente y con una visión de futuro más sosegada, relajada y porque no decirlo más teórica y menos ejecutiva. Mentira, y de las más gordas.
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No hay excusa, no me siento más víctima que cualquiera de esta maldita crisis que nos azota, no vuelco en las incapacidades de los demás la responsabilidad de mis decisiones, no busco fantasmas donde no los hay, la lucha es mía y sólo mía. Yo soy el que me exijo cada día más, yo soy el que cada mañana al iniciar la jornada busco las fuerzas suficientes para demostrarme y demostrar al resto que no hay nadie más capaz, que al menos doy la talla como cada cual, que puedo con esto y con mucho más y que al final para sacarme de la pelea lo tendrán que hacer dándolo todo y sin ninguna ayuda por mi parte.
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Estoy convencido que todo esto es fruto de la inseguridad, de la necesidad de demostrarme que a pesar de que los años pasan soy tan bueno o tan malo como era hace más de dos décadas cuando inicie mi carrera profesional. Quizás no quiera aceptar, o no sepa, la pérdida de las facultades intrínsecas al avance de mi vida. Quizás no puedo creer que este quien hoy soy, este que cada mañana se ve en el espejo, ya no es el mismo de hace veinte años, que lo que yo quiero ver poco o nada tiene que ver con lo que proyecto y de cómo me ven los demás. Quizás esto es la crisis de los cincuenta, o la vuelta a la actividad laboral que cada año llevo peor después de las vacaciones estivales.
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Es bien sabido que los hombres sufrimos una crisis de identidad al menos una vez en la vida, los hay quien las sufre una vez cada década pasados los treinta. A los cuarenta, y como fruto de esa gran crisis cambiamos tres cosas en nuestras vidas: el coche, siempre por un deportivo rojo, muy vistoso y a ser posible muy caro para presumir de los éxitos profesionales que hemos alcanzado; de mujer porque nos sentimos aún en la flor de la vida, con todo nuestro vigor y capacidades amatorias intactas, y además con el deportivo rojo conquistaremos a infinidad de chicas jóvenes que esperan la llegada de ese príncipe azul, ya talludito pero con las experiencias más fascinantes ya vividas, dispuestas a arruinar nuestras cuentas corrientes y nuestras vidas; y de trabajo porque somos los mejores, los que más sabemos, y porque a esa edad pensamos que no han sabido en nuestras empresas valorar todo lo que hemos dado por ellas y que si no hubiese sido por nuestras iniciativas y decisiones aun seguirían siendo compañías de segunda. Esta crisis ha arruinado a muchos, ha terminado y fulminado a muchos más, y ha dejado un reguero interminable de insatisfechos y arrepentidos para los restos. Yo pasé por ella de puntillas ya casi hace diez años, y aunque reconozco que alguna reminiscencia me queda, creo que fue prueba superada.
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Yo no sé si esta lucha que mantengo es insana para mi cuerpo, espíritu y mente. No sé cuanto de saludable tiene y si en un futuro la cuenta pendiente de pagar será muy alta. Si sé que es casi obsesiva la necesidad de seguir en la pelea, de hacer todo y más por no perder la batalla, de llegar aun más allá y de demostrar a todos y a mi el primero que mantengo la ilusión e incluso la pasión por hacer las cosas bien, y que a pesar de las dificultades puedo lograr lo que cualquier otro haría.
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También es posible que como al nacer nadie nos da el libro de instrucciones de la vida, cada año que pasamos, cada día que vivimos nos reinventamos con más o menos acierto, que en verdad no hay un único patrón y que en el fondo lo que hacemos es intentar que las cosas que hacemos, sentimos y vivimos son las mejores que cada cual puede realizar.
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De momento y hasta que las fuerzas aguanten, seguiré peleando y enfrentándome a la lucha con el mejor espíritu posible, si no he de ganar al menos que la derrota sea la más dulce posible.
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