No es una reflexión mía. Le he pisado la sotana a mi
amigo y compañero de paseos matutinos los domingos por la sierra de Madrid. Un
poco mayor que yo y muy duro de pelar. Físicamente en un muy buen tono y mejor
estado, que me revienta en más de una subida a los picos de nuestro nuevo
parque natural de Guadarrama.
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En uno de estos paseos compartiendo reflexiones me
hizo un comentario sobre la pelea que cada día tiene consigo mismo y con los
demás. A partir de ciertas edades, yo friso los cincuenta, uno en la vida se
pelea doblemente. Nos demostramos cada día que nuestras capacidades, aun
mermadas por el paso del tiempo, son suficientes para dar batalla a cualquiera
que se nos cruce en el camino, y que además es bueno mantener un nivel de
exigencia con uno mismo para demostrarnos que podemos llegar más allá y que
dejar acomodarse a nuestro cuerpo y a nuestra mente es un error de libro, que
la lucha continua y que al final, siendo conscientes de nuestros alcances, un
alto nivel de esfuerzo supera con creces cualquier meta y perspectiva impuesta
en nuestra vida. No puedo estar más de acuerdo en el doble planteamiento.
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Siempre había pensado que a partir de cierta edad, con
una experiencia profesional ya acumulada, con el respeto de las canas
incipientes todavía, con los conocimientos ya acumulados, con muchas vivencias
en la mochila, me permitiría llegar a un estar en mi vida profesional más
cómodo, menos exigente y con una visión de futuro más sosegada, relajada y
porque no decirlo más teórica y menos ejecutiva. Mentira, y de las más gordas.
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No hay excusa, no me siento más víctima que cualquiera
de esta maldita crisis que nos azota, no vuelco en las incapacidades de los
demás la responsabilidad de mis decisiones, no busco fantasmas donde no los
hay, la lucha es mía y sólo mía. Yo soy el que me exijo cada día más, yo soy el
que cada mañana al iniciar la jornada busco las fuerzas suficientes para
demostrarme y demostrar al resto que no hay nadie más capaz, que al menos doy
la talla como cada cual, que puedo con esto y con mucho más y que al final para
sacarme de la pelea lo tendrán que hacer dándolo todo y sin ninguna ayuda por
mi parte.
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Estoy convencido que todo esto es fruto de la
inseguridad, de la necesidad de demostrarme que a pesar de que los años pasan
soy tan bueno o tan malo como era hace más de dos décadas cuando inicie mi
carrera profesional. Quizás no quiera aceptar, o no sepa, la pérdida de las
facultades intrínsecas al avance de mi vida. Quizás no puedo creer que este
quien hoy soy, este que cada mañana se ve en el espejo, ya no es el mismo de
hace veinte años, que lo que yo quiero ver poco o nada tiene que ver con lo que
proyecto y de cómo me ven los demás. Quizás esto es la crisis de los cincuenta,
o la vuelta a la actividad laboral que cada año llevo peor después de las
vacaciones estivales.
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Es bien sabido que los hombres sufrimos una crisis de
identidad al menos una vez en la vida, los hay quien las sufre una vez cada
década pasados los treinta. A los cuarenta, y como fruto de esa gran crisis
cambiamos tres cosas en nuestras vidas: el coche, siempre por un deportivo rojo,
muy vistoso y a ser posible muy caro para presumir de los éxitos profesionales
que hemos alcanzado; de mujer porque nos sentimos aún en la flor de la vida,
con todo nuestro vigor y capacidades amatorias intactas, y además con el
deportivo rojo conquistaremos a infinidad de chicas jóvenes que esperan la
llegada de ese príncipe azul, ya talludito pero con las experiencias más
fascinantes ya vividas, dispuestas a arruinar nuestras cuentas corrientes y
nuestras vidas; y de trabajo porque somos los mejores, los que más sabemos, y
porque a esa edad pensamos que no han sabido en nuestras empresas valorar todo
lo que hemos dado por ellas y que si no hubiese sido por nuestras iniciativas y
decisiones aun seguirían siendo compañías de segunda. Esta crisis ha arruinado
a muchos, ha terminado y fulminado a muchos más, y ha dejado un reguero
interminable de insatisfechos y arrepentidos para los restos. Yo pasé por ella
de puntillas ya casi hace diez años, y aunque reconozco que alguna
reminiscencia me queda, creo que fue prueba superada.
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Yo no sé si esta lucha que mantengo es insana para mi
cuerpo, espíritu y mente. No sé cuanto de saludable tiene y si en un futuro la
cuenta pendiente de pagar será muy alta. Si sé que es casi obsesiva la
necesidad de seguir en la pelea, de hacer todo y más por no perder la batalla,
de llegar aun más allá y de demostrar a todos y a mi el primero que mantengo la
ilusión e incluso la pasión por hacer las cosas bien, y que a pesar de las
dificultades puedo lograr lo que cualquier otro haría.
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También es posible que como al nacer nadie nos da el
libro de instrucciones de la vida, cada año que pasamos, cada día que vivimos
nos reinventamos con más o menos acierto, que en verdad no hay un único patrón
y que en el fondo lo que hacemos es intentar que las cosas que hacemos,
sentimos y vivimos son las mejores que cada cual puede realizar.
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De momento y hasta que las fuerzas aguanten, seguiré
peleando y enfrentándome a la lucha con el mejor espíritu posible, si no he de
ganar al menos que la derrota sea la más dulce posible.
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