Creo que fue Napoleón Bonaparte
quién dijo: “La batalla más difícil la tengo todos los días conmigo mismo”. Y
quizás él las ganaba cada día hasta su última derrota en la isla de Santa Elena
un día como ayer de 1769.
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Llevo dos meses peleando en cruentas batallas
cada vez que me asomaba por esta Cambra. Era entreabrir un poco la puerta para
intentar subir cada peldaño de la escalera que me lleva hasta este espacio común,
y sin apenas avanzar salía derrotado día tras día. La impotencia y el sinsabor
de la derrota hacían mella en mí, dejando maltrecha mi alma y herida de muerte
la poca autoestima que aún almaceno, que cual manantial de agua brava salía en
cascada por los poros de mi piel dejando el nivel de la misma más bajo que el
que los pantanos de nuestro país han tenido en los peores años de sequía.
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Siempre he mantenido que escribo
peor de lo que me creo, que pocas veces pongo negro sobre blanco algo que me
permita, con toda mi modestia, compartir con los pocos que aquí acudís
fielmente, más por un ejercicio de amistad que por el placer de buscar entre
estos escritos la pócima que contenga el elixir de la sabiduría y la luz que
ilumine la parte oscura de unas almas sedientas de conocimientos. Pocas veces
he quedado satisfecho con lo que he ofrecido como producto terminado, pero al
menos durante estos años previos prácticamente semana tras semana era capaz de
cerrar con mejor o peor tino cualquiera de los escritos que he ido subiendo a
este blog.
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Cierto es que estas crisis son
recurrentes, ya me ha pasado un par de veces con anterioridad y como en ambas
ocasiones termino por obligarme a terminar algún comentario por pueril que me
parezca. Hoy vuelvo a ello y sin nada que contar me he sentado de nuevo en el
ordenador con el único objeto de llegar hasta el final con esta entrada.
Seguramente carecerá de cualquier valor pero aún así es mejor algo mediocre que
volver a salir derrotado ante el reto de una hoja en blanco.
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Temas que tratar por desgracia no
faltan: desde la horrible realidad económica que sufrimos, la mediocridad más
que manifiesta de todos nuestros políticos, sindicalistas y cronistas,
elecciones de países vecinos donde todos nos jugamos mucho, alirones
deportivos, despedidas de mitos en el ámbito del fútbol, y cada uno de los
acontecimientos diarios que nunca nos dejan ajenos. También han surgidos temas
mucho más banales en mi vida, incluso alguno por excéntrico suficientemente
divertido y sorprendente para ser compartido.
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No me siento capaz, o quizás la
crudeza de la situación que nos rodea ha hecho tal mella en mí que ha
paralizado mi mente y vaciado mi espíritu. Cuando así me encuentro me vuelvo en
la lectura, creo que es el mejor refugio posible para aislarme de una cruda
realidad que tan poco me gusta y nada me aporta. Me da igual el autor, el
género incluso la temática. Avanzar en nuevas lecturas como releer a los de
siempre, a todos los que admiro y sanamente envidio. Auster, Baricco, Sepúlveda,
Silva, Pinilla, Bolaño, Cabré han sido mis mejores aliados y compañeros en
todos estos días. A unos los releo y los redescubro en nuevos matices, a otros
los convierto en nuevos compañeros de noches insomnes.
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No sé si habéis tenido ya la
oportunidad de leer la última novela de Eduardo Mendoza: El enredo de la bolsa
y la vida. Os la recomiendo, dejaros acompañar durante una tarde por Rómulo el
Bello, Quesito, el Pollo Morgan, Lavinia, el africano albino Kiwijuli Kakawa
conocido por el Juli, la Moski y el señor Armengol dueño del restaurante Se
vende perro, entre otros. Es una genialidad más que sólo él es capaz de
escribir, dentro de la sátira mordaz que él domina describe con una lucidez
extrema una sociedad occidental en quiebra técnica. He leído todas sus novelas y confieso que
profeso una admiración absoluta por su capacidad infinita de crear obras
capaces de alegrar las horas más bajas de cualquiera.
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He vuelto y como digo en el
título de la entrada será para quedarme. Durante algunos días pensé en
abandonar, tirar la toalla y alejarme de este espacio, cerrar la puerta por
fuera y dejar dentro los sentimientos compartidos en más de tres años. No sería
coherente conmigo mismo si me alejo sin más de una parte de mí que un día
decidí ofrecer a quien a bien tenga visitar este espacio común que nos
pertenece a todos por igual.
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