Llevo meses en el dique seco, alejado de este nuestro blog. Apático, perezoso, sin inspiración suficiente para enfrentarme a la obligación, o mejor dicho devoción, de volcar mis pensamientos, sentimientos, sensaciones en escritos que periódicamente comparto con todos los lectores, compañeros de este viaje ya iniciado hace unos pocos años, dueños y señores de estas páginas figuradas, de estos relatos que expresan con torpeza una parte de lo que soy, o mejor dicho siento que soy, pienso que soy, o proyecto que soy.
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Hoy después de unos meses ausente vuelvo a nuestra cita impulsado, no sé muy bien porque resorte, a compartir con todos vosotros un estado de ánimo un poco decrépito y un tanto maltrecho. Seguramente será pasajero, probablemente será efímero en el tiempo, previsiblemente caduco y poco persistente, absolutamente reversible y fácil de reparar.
En la vida de cada persona se suceden hechos y situaciones poco o nada deseables, se suscitan adversas realidades, se originan conflictos, nacen nocivas tesituras y finalmente se adoptan defensas, trincheras y barreras insoslayables para preservar y proteger el propio ser de los ataques y afrentas a las que uno se ve expuesto en el devenir de su día a día.
Que cierto es que el ser humano si se muestra accesible, generoso, cercano, próximo y asequible termina siendo víctima del egoísmo, la voracidad y codicia de todos aquellos que le rodean. Que cierto es que la mayoría de las veces la bonhomía de las personas se entiende como necedad y debilidad, como simpleza y carencia de fuerza en el carácter. Que cierto es que descubrir y manifestar siempre la mejor predisposición hacia los demás, termina siendo un bumerán que vuelve envenenado, veloz y certero con alto riesgo de golpear en las entrañas, de herir en el alma y romper en el corazón. Qué fácil es siempre explotar al generoso, abusar del tolerante, excederse con el dadivoso.
Y como bien dice el título de la entrada (frase del ilustre líder conservador de la segunda mitad del siglo XIX, Antonio Cánovas del Castillo) nunca me enfado por lo que me piden, ya no, ya he entendido que así ha de ser y lo que de mí se espera, pero no puedo evitar enfadarme por lo que me niegan.
Para aquellos que no me conocen todo lo escrito hasta ahora podría parecer una fatuidad llena de presunción y petulancia, un canto al victimismo y un retrato espiritual de un engolado ser jactancioso y vanidoso, propenso a inmolarse en pira pública por el bien general. No soy así, lejos está mi persona de asemejarse a tal retrato.
Sólo sé que en toda mi vida siempre he intentado complacer y no ser especialmente complacido, he intentado dar sin esperar, he intentado cumplir con todo y todos más allá de las expectativas que en mí se habían depositado. Cuando uno así entiende la vida, no pretende nunca una recompensa explicita de aquello que ofrece sin un aval de contra rembolso, sólo busca un poco de empatía, un gramo de comprensión y una pizca de compensación.
Cuando la negación de una ilusión se materializa, el daño es grande, la grieta desquebraja la confianza, el compromiso se rompe y la distancia se convierte en un abismo imposible de superar.
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