Lo dijo Jean Paul Sartre, filósofo, escritor,
novelista, dramaturgo, activista político, crítico literario y seguramente el
máximo exponente del existencialismo y marxismo humanista. Fue Premio Nobel de
Literatura en 1964, aunque rechazó el galardón, y activista comprometido con
las causas más importantes de su época: el mayo francés, la revolución cultural
china y la revolución cubana.
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Y como la mayoría de las veces ocurre, de estos
señores tan sesudos que alguna vez hemos leído algo, o hemos estudiado en el
pasado sus ideas y teoremas filosóficos, resulta que tienen razón, que en su
infinita capacidad de resumir verdades como puños en frases de escasas palabras
nos regalan pensamientos inherentes al ser humano y que nunca pierden
actualidad.
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Esta semana me tope de bruces con la frase, y como ya
he comentado con anterioridad en este mismo espacio, se apoderó de mi y hasta
que no vomite cierta reflexión no me la podré quitar de la cabeza. Y en esto
estoy esta mañana gélida, de un domingo de primavera, frisando el mes de mayo y
con temperaturas más propias del mes de enero. Intentando liberar mí pobre
mente, por reducida capacidad intelectual, de un peso tan grande, de una nueva
obsesión que bloquea mis neuronas e impide una libertad de pensamiento y
reflexión sobre nuevos aconteceres que me rodean.
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Concurre además en el tiempo con el regalo que una
querida amiga me ha hecho en el día de mi santo, conocido especialmente por ser
el Día del Libro, una edición de Fluir (Flow), una psicología de la felicidad
de un autor imposible de pronunciar Mihaly Csikszentmihalyi, y al que en breve
le meteré mano para adentrarme en el tratado de la alegría, la creatividad, y
el proceso de la involucración total con la vida, realmente promete y me
alcanza en u momento donde la desesperanza y la tristeza se han convertido en
compañeras fieles de mis pasos por la vida.
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Por todas estas razones, y me imagino que por muchas
más que callo y no comparto en mi derecho a la intimidad, vuelvo a este nuestro
sitio a intentar desbrozar un razonamiento que además de por cierto lo rescato
por su actualidad.
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En momentos donde uno hace aquello que no le queda más
remedio, en situaciones donde uno se aferra a lo que tiene, más a modo de
defensa que como resultado del libre albedrío, en estos tiempos que nos ha
tocado vivir cuando el desánimo, la amargura y la falta de alegría es un todo,
querer lo que uno hace es la única tabla de salvación que está junto a nuestras
manos. Pasado es el tiempo cuando uno decidía que iba a hacer con su vida,
cuando uno escogía su futuro, más o menos acertado, y se involucraba en
aquellos proyectos personales o profesionales que le apetecían y le ofrecían la
seguridad del disfrute por el simple hecho de hacerlo, o al menos intentarlo.
Pasado es el tiempo cuando uno cambiaba de rumbo sin miedo, sin condicionamientos,
sin a penas unas pocas reflexiones ventajosas en si mismas, que animaban a
nuestro ser a tomar las decisiones incluso más arriesgadas para caminar detrás
de nuestras propias ideas, para alcanzar nuestras ilusiones y quimeras, para
ser felices haciendo sólo aquello que nos proponíamos y que a sabiendas
impulsábamos con el único objeto de satisfacer nuestro yo. Aquel tiempo pasado,
pasado está, y nuestro presente necesita de otro estímulo, de otra ilusión, de
una nueva motivación.
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La única forma de subsistir en este entramado de
decepciones continuas, de desasosiegos mayores, de frustraciones diarias, de
díscolas soluciones, es aferrarse al clavo ardiendo de lo que tenemos y querer
hacer aquello que sin remedio hacemos. Apasionarnos con nuestras obligaciones
diarias, amar el esfuerzo que sin duda realizamos en el quehacer de cada día.
Querer todo lo que hago, desear hacerlo, buscar la excelencia en cada detalle
de una obligación impuesta o no, disfrutar hasta límites insospechados por
tener la fortuna de seguir haciendo, trasladar a todo el entorno la felicidad
por seguir haciendo, por continuar teniendo, por obtener lo que yo me gano.
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Cuando todo es más difícil, cuando lo cotidiano parece
imposible de mantener, cuando lo fácil es tirar la toalla y dejarse arrastrar
por una ciénaga pestilente con rumbo fijo a la cloaca de la vida, la única
solución posible y plausible es mantener siempre cerca la idea de que todo lo
que uno hace, todo lo que uno decide, todo lo que uno alcanza, se hace, decide
y consigue desde la convicción de que es lo que uno busca, persigue y quiere.
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No lo digo yo, lo dijo y con un acierto absoluto Jean
Paul Sartre, ahí es nada.
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