domingo, 28 de abril de 2013

Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace.




Lo dijo Jean Paul Sartre, filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, crítico literario y seguramente el máximo exponente del existencialismo y marxismo humanista. Fue Premio Nobel de Literatura en 1964, aunque rechazó el galardón, y activista comprometido con las causas más importantes de su época: el mayo francés, la revolución cultural china y la revolución cubana.
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Y como la mayoría de las veces ocurre, de estos señores tan sesudos que alguna vez hemos leído algo, o hemos estudiado en el pasado sus ideas y teoremas filosóficos, resulta que tienen razón, que en su infinita capacidad de resumir verdades como puños en frases de escasas palabras nos regalan pensamientos inherentes al ser humano y que nunca pierden actualidad.
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Esta semana me tope de bruces con la frase, y como ya he comentado con anterioridad en este mismo espacio, se apoderó de mi y hasta que no vomite cierta reflexión no me la podré quitar de la cabeza. Y en esto estoy esta mañana gélida, de un domingo de primavera, frisando el mes de mayo y con temperaturas más propias del mes de enero. Intentando liberar mí pobre mente, por reducida capacidad intelectual, de un peso tan grande, de una nueva obsesión que bloquea mis neuronas e impide una libertad de pensamiento y reflexión sobre nuevos aconteceres que me rodean.
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Concurre además en el tiempo con el regalo que una querida amiga me ha hecho en el día de mi santo, conocido especialmente por ser el Día del Libro, una edición de Fluir (Flow), una psicología de la felicidad de un autor imposible de pronunciar Mihaly Csikszentmihalyi, y al que en breve le meteré mano para adentrarme en el tratado de la alegría, la creatividad, y el proceso de la involucración total con la vida, realmente promete y me alcanza en u momento donde la desesperanza y la tristeza se han convertido en compañeras fieles de mis pasos por la vida.
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Por todas estas razones, y me imagino que por muchas más que callo y no comparto en mi derecho a la intimidad, vuelvo a este nuestro sitio a intentar desbrozar un razonamiento que además de por cierto lo rescato por su actualidad.
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En momentos donde uno hace aquello que no le queda más remedio, en situaciones donde uno se aferra a lo que tiene, más a modo de defensa que como resultado del libre albedrío, en estos tiempos que nos ha tocado vivir cuando el desánimo, la amargura y la falta de alegría es un todo, querer lo que uno hace es la única tabla de salvación que está junto a nuestras manos. Pasado es el tiempo cuando uno decidía que iba a hacer con su vida, cuando uno escogía su futuro, más o menos acertado, y se involucraba en aquellos proyectos personales o profesionales que le apetecían y le ofrecían la seguridad del disfrute por el simple hecho de hacerlo, o al menos intentarlo. Pasado es el tiempo cuando uno cambiaba de rumbo sin miedo, sin condicionamientos, sin a penas unas pocas reflexiones ventajosas en si mismas, que animaban a nuestro ser a tomar las decisiones incluso más arriesgadas para caminar detrás de nuestras propias ideas, para alcanzar nuestras ilusiones y quimeras, para ser felices haciendo sólo aquello que nos proponíamos y que a sabiendas impulsábamos con el único objeto de satisfacer nuestro yo. Aquel tiempo pasado, pasado está, y nuestro presente necesita de otro estímulo, de otra ilusión, de una nueva motivación.
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La única forma de subsistir en este entramado de decepciones continuas, de desasosiegos mayores, de frustraciones diarias, de díscolas soluciones, es aferrarse al clavo ardiendo de lo que tenemos y querer hacer aquello que sin remedio hacemos. Apasionarnos con nuestras obligaciones diarias, amar el esfuerzo que sin duda realizamos en el quehacer de cada día. Querer todo lo que hago, desear hacerlo, buscar la excelencia en cada detalle de una obligación impuesta o no, disfrutar hasta límites insospechados por tener la fortuna de seguir haciendo, trasladar a todo el entorno la felicidad por seguir haciendo, por continuar teniendo, por obtener lo que yo me gano.
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Cuando todo es más difícil, cuando lo cotidiano parece imposible de mantener, cuando lo fácil es tirar la toalla y dejarse arrastrar por una ciénaga pestilente con rumbo fijo a la cloaca de la vida, la única solución posible y plausible es mantener siempre cerca la idea de que todo lo que uno hace, todo lo que uno decide, todo lo que uno alcanza, se hace, decide y consigue desde la convicción de que es lo que uno busca, persigue y quiere.
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No lo digo yo, lo dijo y con un acierto absoluto Jean Paul Sartre, ahí es nada.